Cómo combatir al Covid-19 en un mundo sin fronteras
El relato fundacional del paganismo occidental es la Ilíada, epopeya que narra el sitio de los aqueos sobre Troya, “la de altos muros”. Las ciudades de la antigüedad se asentaron en altura para divisar la llegada de enemigos y se rodearon de murallas para evitar las cargas directas. Sin armas que pudieran impactar a distancia, la única manera de garantizar la supervivencia frente a las invasiones de pueblos bárbaros era el aislamiento. Refutando de una vez y para siempre esa estrategia, Homero narra en la Odisea que los griegos penetraron en la fortaleza troyana y la destruyeron hasta los cimientos utilizando el mitológico caballo de Ulises.
La Gran Muralla China es el sueño de un emperador que quiso proteger sus tierras de los ataques de las tribus nómades de Mongolia y Manchuria, particularmente brutales en los albores del siglo V A.C. No contento con confinar el espacio, la orden imperial fue quemar todos los libros para deshacerse del pasado. Jorge Luis Borges hace una interpretación sorprendente de la decisión de Shih Huang Ti: “la muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mágicas destinadas a detener la muerte (…) quizá el Emperador y sus magos creyeron que la inmortalidad es intrínseca y que la corrupción no puede entrar en un orbe cerrado”.
La Alta Edad Media es esa condensación de tiempo que los historiadores imaginan entre el siglo V y el siglo X. El confinamiento era el condicionante fundamental de la vida cotidiana de hombres y mujeres temerosos de enfermedades, inclemencias climáticas, ataques furtivos de pueblos bárbaros y la ira elemental de los sacerdotes. Shakespere inspira gran parte de sus obras en leyendas de aquel tiempo: Hamlet se enfrenta al fantasma de su padre dentro del Castillo de Elsinore y Macbeth asesina a Duncan en Cawdor, un fuerte erigido sobre la planicie escocesa. El medioevo temprano era un mundo de incesante actividad intelectual regido por el misterio de la fe y lógica espacial de los monasterios. La Iglesia, que sobrevivió a la lenta agonía del Imperio Romano, se reconvirtió en vasta inmobiliaria global y su visión contraria al comercio, que el propio Jesús escenificó cuando expulsó a los mercaderes del templo, derogó los intercambios que por su misma naturaleza horizontal sabotean la verticalidad de Dios. El Papa Francisco expresó hace pocas semanas que “el dinero es el excremento del diablo” y sostuvo un dogma que ya es milenario.
Durante la Baja Edad Media (del siglo XI hasta el Renacimiento) se formaron, alrededor de mercados portuarios, burgos como Venecia o Lubeck que aprovecharon el crecimiento de la industria agrícola para quebrar el poder del feudalismo y destruir las barreras impuestas por la religión y el vasallaje. La llamada “Revolución del Comercio” impulsó un avance tecnológico sin precedentes y dotó a los burgueses de una lógica materialista que les mostró que la aniquilación del vecino era un mal negocio. Los sucesivos viajes de comerciantes, piratas y aventureros demostraron que somos un orbe inevitablemente conectado, un “todo continuo” unido por redes que fueron marítimas y que hoy también son de fibra óptica. Con la llegada a América, “el océano dejó ser ser una barrera y se transformó en un amplio terreno común a través del cual los hombres pueden circular en todas direcciones”. Eso que llamamos Occidente avanzó desde entonces en la paulatina liberalización de sus valores. La reforma protestante, la Revolución Gloriosa, la Revolución Industrial, la independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa son el efecto dominó del impacto de reconocerse como un mundo conectado y repleto de posibilidades en nombre del progreso material. El avance de la globalización no es un fenómeno ideológico sino el resultado del avance de la tecnología, primero con brújulas y navíos livianos, luego con Tik Tok.
Por supuesto, no se trata de un relato idílico. La historia no es una narrativa que avanza linealmente hacia un final feliz sino la lucha incesante de fuerzas que se oponen y se complementan sin saldo aparente. La llegada del europeo a América fue un logro de la ciencia que la política y la religión acabarían transformando en un acto criminal. Nada de esto debería hacernos pensar que es mejor aislarse que conectarse. Existe una mirada entre pensadores de izquierda que imagina una continuidad entre el proyecto político de la España de hoy y la de 1492, regida por católicos fanáticos que expulsaron y persiguieron a judíos y musulmanes en su propio suelo. El mundo, por suerte, cambió, y los hechos irán comprobando que nada hace más por la paz que el conocimiento mutuo de culturas diferentes, fenómeno que dio un salto cuántico en el preciso momento en el que Cristóbal Colón desembarcó en el Caribe y transformó el planeta en un único espacio vital.
Los líderes que imaginan el destino mesiánico de un pueblo, un partido, una raza o una clase social, se auto perciben guardianes de la causa moral que encarnan y desprecian el comercio justamente por su apertura anárquica a todo tipo de valores en nombre de un beneficio que es tangible y concreto. La prohibición del libre mercado y la centralización de las actividades económicas son elementos fundamentales de su política porque ambos razonamientos cometen la imprudencia de no juzgar al otro sino de transformarlo en un potencial socio.
El poder abrasivo de la libertad comenzó a imponerse en el siglo XX tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. La humanidad experimentó entonces el período de mayor prosperidad de su historia no sólo por factores específicamente económicos sino por logros sin precedentes en la ciencia, la salud y la educación. La conexión creciente facilitó los intercambios culturales y la aldea global se conformó a una velocidad exponencial con la fabricación industrial de aviones, trenes, líneas telefónicas y películas de Jimmy Stewart. La novedad de la democracia trajo una serie de valores progresistas que en un par de décadas otorgaron derechos a colectivos sociales o raciales oprimidos durante siglos. La caída del Muro de Berlín confirmó la tendencia de conexión total que, en los siguientes años, no haría más que acrecentarse menos en nombre de una ideología que de la experiencia del usuario. No quisiera caer en el cliché de describir la maravilla que es internet; que alguien esté leyendo este artículo es, de hecho, un pequeño milagro .
En este escenario, llegó el virus.
Suena a poesía perversa o a una novela escrita a las apuradas por un pobre imitador de William Gibson, pero fue la conectividad global lo que permitió que una enfermedad surgida en un remoto laboratorio de China acabe enfermando a vecinos de La Matanza tan sólo 40 días más tarde. El gran poder del virus es que no se trata de un fenómeno moral y, por ende, no nos deja ordenar la realidad en buenos y malos, comunistas y capitalistas, blancos y negros. Por el contrario, su lógica terrorista transforma en sospechoso al vecino y en campo de batalla al ascensor de nuestro edificio.
La tecnología jubiló a la política del siglo XX aún cuando la inercia arrojó en este presente confuso a una serie de líderes que adolecen del software que les permita comprender lo que sucede. Las ideas que circulan en la juventud no son necesariamente mejores porque no se trata de un déficit generacional sino de una visión del tiempo que vivimos. Habitamos un mundo sin barreras. Los límites entre nuestra mente y los dispositivos que nos conectan a la gran red no son muy claros y se irán deshaciendo definitivamente con el avance del tiempo, las diferencias entre lo público y lo privado se dinamitaron en las redes sociales, los bordes geopolíticos no existen para un jugador de FortNite y el activismo se ordena menos alrededor de intereses nacionales que de causas. Cualquier marco político que no comprenda el set de valores que se desprende de una configuración tan radical de la experiencia humana va a trabajar sobre el vacío. Las crisis de representación de las democracias modernas están fundamentadas en un desfasaje temporal entre el mundo de la política, heredero de la Guerra Fría, y el todo conectado virtual que moldea el pensamiento de las personas. Estamos en un pliegue del tiempo en el que las ideas del pasado, que en muchos sentidos han sido muy exitosas, se resisten a comprender el “new power”.
El sociólogo Alain Touraine dijo en una entrevista reciente que “los países europeos se definen por su actitud ante los inmigrantes”. La clase política no acaba de comprender que vivimos en un mundo inevitablemente conectado que exige una responsabilidad amplia sobre aquellas zonas que antes podían dejarse a un costado de la historia. Si los ciudadanos de Honduras o Siria son pobres, llegarán a Estados Unidos o Italia aunque se construyan muros como el de Shih Huang Ti. Ya no existe un “lugar feliz” que pueda funcionar como utopía desconectada del mundo. De hecho, bajo el concepto de lo utópico siempre se configuraron regímenes fascistas que prometen un cielo que no tarda mucho en convertirse en infierno. Occidente ha sido generalmente abierto a la inmigración y como prueba sólo basta caminar por las calles de New York o Londres. Esos grandes centros urbanos viven de tecnologías de intermediación muy propias del siglo XXI en contraste con regiones rurales cuya industria agrícola o fabril replica en la actualidad modelos del siglo XIX. La voracidad del presente se interpreta allí como una amenaza y por eso se conforman grupos reaccionarios que ven al inmigrante como la encarnación final de lo extraño en su pequeña Troya en extinción. Los chalecos amarillos franceses tienen razón al sentirse amenazados en su economía y forma de vida pero los políticos han explotado el resentimiento de estos grupos sociales para llegar al poder, drama de origen de gobiernos como el de Donald Trump o Jair Bolsonaro.
Los intelectuales del mundo se preguntan si la aparición del virus será el argumento que necesitan los gobiernos autoritarios para extremar su vigilancia o si, por el contrario, su paso arrasador exaltará la participación ciudadana a través una reforma del sistema democrático que se adapte al contexto tecnológico. Es probable que ocurran ambas cosas. Lo cierto es que frente al drama del virus es mucho más difícil gobernar Estados Unidos que China, una dictadura enterrada por toneladas de diplomacia y enormes recursos económicos. La idea de la excepcionalidad de la cultura de ese país como forma de justificar los surreales niveles de obediencia de sus ciudadanos parece desconocer la historia. Basta poner en Wikipedia “Revolución Cultural” para enterarse que entre 1966 y 1976, durante el gobierno de Mao, “millones de personas fueron perseguidas y sufrieron una amplia gama de abusos, incluyendo humillación pública, encarcelamiento arbitrario, tortura, trabajos forzados, hostigamiento sostenido, confiscación de bienes y, a veces, ejecución. Un gran segmento de la población fue desplazado por la fuerza, en particular jóvenes urbanos reasignados a regiones rurales durante el movimiento Envío al Campo. Se destruyeron reliquias y artefactos históricos y se saquearon sitios culturales y religiosos”. Mao expresó que elementos “burgueses” (ya vimos lo que significa esa palabra) se habían infiltrado en el gobierno con el objetivo de restaurar el capitalismo y el resultado de su accionar es el mayor hecho criminal de la historia política, con unas 20 millones de personas asesinadas entre el hambre y la ejecución sumaria. Los ciudadanos que pudieron escapar a Taiwán o Hong Kong formaron una sociedad comparativamente libre, otra muestra de que no hay nada excepcional en lo chino sino el esforzado trabajo de una dictadura que llega hasta nuestros días y que no permite la prensa independiente, esconde datos y encarcela opositores. El coronavirus no deja de ser el McGuffin del verdadero plot de esta película: el poder del mundo comienza a inclinarse definitivamente hacia el gigante asiático, una dictadura sin matices.
El miedo a replicar a escala global el modelo chino es tan válido como el que generan los avances sobre la intimidad de las empresas de tecnología. Internet llegó para dinamitar la vieja economía pero acabó siendo uno de los sectores más concentrados de la historia productiva humana. Eric Schmidt, CEO de Google entre 2001 y 2011, dijo alguna vez: “Si alguien hace algo que no quiere que nadie sepa, tal vez no debería hacerlo en primer lugar, ¿no?”. El horror de esa frase es que justifica el uso de nuestros datos bajo una lógica moral, el mismo argumento dogmático al que apelaron Santo Tomás Moro o el Papa Francisco en su cruzada contra el comercio. Shoshana Zuboff, autora de The Age of Surveillance Capitalism, le respondió con precisión en una entrevista reciente: “Si no tenés nada que esconder, entonces no sos nada. No se trata de liberalismo, se trata de defender el proceso histórico que nos transformó en individuos ”. Las bondades de un mundo sin fronteras podrían transformarse en un peligro totalitario en nombre del confort y el bienestar, sin ideologías o dogmas, pura satisfacción transformada en insights publicitarios. Nuestro cuerpo mismo es, de hecho, una máquina que genera información. Con el fin de prevenir una pandemia no sería raro que las autoridades controlen nuestra temperatura al acceder a aeropuertos o cines y, eventualmente, negarnos la libertad de viajar. ¿Cuál es el límite correcto en un mundo sin límites?
Mientras escribía esto encontré en The Wall Street Journal una nota de opinión de Henry Kissinger que replica de manera sintética e increíblemente sincronizada algunas ideas que desarrollé a lo largo de este artículo y que me gustaría citar. “La leyenda fundadora del gobierno moderno es una ciudad amurallada protegida por poderosos gobernantes, a veces despóticos, otras veces benevolentes, pero siempre lo suficientemente fuertes como para proteger a las personas de un enemigo externo. Los pensadores de la Ilustración reformularon este concepto, argumentando que el propósito del estado legítimo es satisfacer las necesidades fundamentales de las personas: seguridad, orden, bienestar económico y justicia. La pandemia ha provocado un anacronismo, un renacimiento de la ciudad amurallada en una época en que la prosperidad depende del comercio mundial y el movimiento de personas”.
La conexión total es es un logro de la humanidad que acaso presente retrocesos eventuales pero que parece inevitable en el largo plazo. La Zanja de Alsina para evitar los malones de pueblos originarios o los montículos de tierra sobre el acceso a Dolores para evitar el ingreso del Coronavirus son, entre otras cosas, errores de la filosofía. ¿Donde está el lugar que me aísle definitivamente del mundo? Si me escondo bajo la cama aún voy a estar en mi departamento del barrio de Barracas y , por qué no, en la Vía Láctea. La palabra utopía deriva del griego y significa, literalmente, “no-lugar”. Las fantasías utópicas que nos ponen salvo de la peste o de la pobreza no existen, los espacios de aislamiento son una imposibilidad del sentido.
El drama del virus nos obliga a asumir el grado de responsabilidad civil que implica habitar un todo conectado y demanda liderazgos contemporáneos que hoy no existen. El contagio de Boris Johnson, defensor a ultranza del Brexit, dejó claro que nadie está a salvo. El mundo se hunde separado o se salva trabajando con algún sentido de unidad. Lo positivo es que esto ya sucedió: tras la catástrofe de las guerras mundiales, los países europeos decidieron crear la UE, una de las instituciones más maravillosas de la historia política humana y razón central de la prosperidad experimentada por la región en los últimos 70 años. El gran temor actual es que para recuperar la memoria de nuestros logros del pasado debamos pasar, de nuevo, por una catástrofe.