El liberalismo utópico
La aparición de los “nuevos liberales” en la conversación política argentina parece un fenómeno menor, una de esas banales corrientes de opinión que nacen y mueren en Twitter, pero trae consigo una serie de ideas que acaso reflejen el grado de esquizofrenia ideológica que conforman al país del eterno péndulo.
- La Ventana de Overton
En su inolvidable estilo escénico, sobre el final de su segundo mandato Cristina Fernández asumió su posicionamiento ideológico diciendo que a su izquierda estaba “la pared”. Quienes estaban a la derecha de su gestión (a decir verdad, todo el resto incluyendo a su propio sucesor) finalmente llegaron al poder en diciembre de 2015, constituyendo un nuevo centro en la conversación pública. Este fenómeno es conocido como Ventana de Overton. Según Wikipedia, “es una teoría política que describe como una ventana estrecha el rango de ideas que el público puede encontrar aceptable, y establece que la viabilidad política de una idea se define principalmente por este hecho antes que por las preferencias individuales de los políticos”. Durante el kirchnerismo toda idea liberal estaba en el límite del espectro ideológico; al ser Mauricio Macri el nuevo centro de la discusión política los límites de esa conversación se ampliaron hacia la derecha, dándole voz a un “ultra liberalismo” cuya mirada sobre el macrismo es a la vez muy crítica. Los economistas José Luis Espert o Javier Milei, por nombrar a los más reconocidos voceros de este grupo, ven a Cambiemos como un “kirchnerismo blanco y de buenos modales” ya que, según su mirada, no toma las medidas necesarias para liberalizar totalmente la economía.
“La política es el arte de lo posible” es una frase antigua que no deja de tener devastadora actualidad. Al llegar al poder, Mauricio Macri tenía al menos tres opciones y cada una de ellas acarreaba riesgos y beneficios: continuar el rumbo del kirchnerismo hubiera conducido precipitadamente a un default; apostar por el shock, liberalizar totalmente la economía y abrir las importaciones hubiera sido devastador para un sector enorme de la sociedad que no tiene las herramientas para competir en el mundo del siglo XXI y que vive en condiciones subsaharianas. Frente a eso, el gobierno optó por el “gradualismo”, un difuso punto intermedio en el que las medidas de liberalización se van tomando atendiendo en la medida de lo posible a las características de un entramado productivo atrasado y habituado al proteccionismo. El riesgo de esta estrategia se confirmo con amargura este año con la devaluación del peso nacional y una vertiginosa disparada inflacionaria en un contexto internacional marcado por la suba de las tasas de interés de la reserva federal de Estados Unidos y la guerra comercial de este país con China. Frente al nuevo escenario recesivo (que parece que llegará a su fin en el segundo trimestre del 2019 no sin sudor y algún exceso de lágrimas), las críticas de la izquierda parecen lógicas pero sorprende la irrupción de “ultra liberales” con largas horas en la televisión que, como profetas de lo auto cumplido, atacan al gobierno por su estrategia gradualista y por “asfixiar” a los ciudadanos con regulaciones que impiden el crecimiento genuino. Lo que comenzó como una mirada crítica pero de apoyo al oficialismo mutó ya en una oposición cerril que vocifera soluciones mágicas (“bajar impuestos” es el mantra central) y se lanza como un frente político capaz de resolver 100 años de problemas económicos con trece simples propuestas. Vale aclarar que, a la mirada crítica sobre la economía, se suma una hipotética pasividad de Cambiemos para reprimir los cortes de calle y los piquetes.
Argentina tiene una larga tradición de soluciones mágicas: la convertibilidad para solucionar la inflación, la inflación para solucionar el agujero fiscal o Maradona para ganar el mundial de Sudáfrica son ejemplos del legendario cortoplacismo de Plaza de Mayo que siempre genera una catástrofe aún mayor que la intentó esquivar. El discurso virulento y el anarquismo televisivo de los “libertarios” son menos interesantes que el concepto que está detrás y que los une con sus aborrecidos camaradas marxistas: la milenaria idea de la utopía.
2. Las utopías nos persiguen en sueños
Utopía deriva del griego οὐ (“no”) y τόπος (“lugar”) y significa, literalmente, “no-lugar” o, como glosó Quevedo: “no hay tal lugar”. Su nombre cifra su imposibilidad pero los hombres han fabricado utopías desde tiempos ancestrales: la República de Platón es el ejemplo más ilustre y acaso el más desafortunado, una sociedad militarizada y anti democrática en la que el ocio es materia de las clases altas y el trabajo recae sobre decenas de miles de esclavos. Tomás Moro odiaba a la próspera pero prosaica sociedad inglesa del siglo XIV y escribió largamente sobre su anhelo cristiano de un mundo sin comercio y sin riqueza. “Así, cuando miro esas repúblicas que hoy día florecen por todas partes, no veo en ellas — ¡Dios me perdone! — sino la conjura de los ricos para procurarse sus propias comodidades en nombre de la república. Imaginan e inventan toda suerte de artificios para conservar, sin miedo a perderlas, todas las cosas de que se han apropiado con malas artes, y también para abusar de los pobres pagándoles por su trabajo tan poco dinero como pueden. Y cuando los ricos han decretado que tales invenciones se lleven a efecto en beneficio de la comunidad, es decir, también de los pobres, enseguida se convierten en leyes”.
Es fácil ver que en nombre de las sociedades utópicas se produjeron las matanzas más horribles de la humanidad: en Esparta los bebés con malformaciones que no se ajustaban al estado militarizado eran arrojados al fuego; en Alemania se expulsó y asesinó a todo aquel que no cumpliera el apto físico de la utopía aria; en China, Camboya y la Unión Soviética se soñó con una país de iguales pero la colectivización de la tierra mato de hambruna a más de 100 millones de personas. Lo utópico, vale aclarar, no es solamente un distante paraíso marxista: el liberalismo entendido como utopía llevó a Francis Fukuyama a declarar el fin de la historia y unió las ideas de Murray Rothbard con grupos anarquistas violentos durante todo el siglo XX. Cualquier “salto adelante” apunta al vacío.
En una entrevista reciente al diario The Objective, el antropólogo Roberto Blatt dice frente a las victorias electorales de posiciones extremas en Polonia, Estados Unidos o Brasil que “su origen se encuentra en la publicidad, tanto la política como la comercial. Y es que ambas prometen constantemente un paraíso que nunca llega. He ahí el problema y la gran debilidad de las utopías terrenales. Cuando prometes un paraíso religioso te curas en salud porque para que se cumpla te tienes que morir primero, y nadie va a regresar de entre los muertos exigiendo devoluciones. Pero cuando prometes un futuro a conseguir durante la vida y esa persona ve que el futuro que le han prometido no se acerca, lo que entiende es que le han mentido. Y como es una mentira de dimensiones colosales su frustración es, asimismo, colosal. Entonces esa persona busca consuelo. ¿Dónde lo encuentra? Pues en las posiciones más extremas posibles que, además, suelen compartir base y estructura con las revelaciones de carácter religioso. Es decir: son posiciones que no traen consigo la posibilidad de que pueda cambiar de opinión. Esa falta de credibilidad del ‘sistema’ da mucho juego a quienes se erigen como teóricos de la conspiración. Los que han sido humillados por esta sociedad, una vez asumen que les han mentido, tienden a aceptar cualquier verdad alternativa con tal de sentirse acompañados en su frustración”.
Los problemas complejos requieren soluciones complejas que se oponen por completo a la ansiedad publicitaria que determina nuestras expectativas en el siglo XXI. El mesianismo es muy difícil de combatir en el plano de la comunicación: frente a un horizonte utópico (un muro que detenga la llegada de inmigrantes, el retorno a una hipótetica era dorada que funciona como escenario de los sueños rotos) las terrenales posturas de la ilustración parecen enunciados fríos que sólo garantizan una vida llena de sacrificios.
3. Nadie sabe qué es la libertad hasta que la pierde
El estado de crisis permanente de las democracias modernas no solo es esperable sino que, además, es positivo. A decir verdad, constituye la esencia misma del capitalismo industrial que crea, una y otra vez, tecnologías que destruyen las anteriores y requieren permanentes reconfiguraciones de los procesos fabriles. La invención de Netflix derrumbó las ventas de blue ray pero los fabricantes no salieron a la calle para clausurar la historia sino que buscaron nuevas maneras de invertir su capital. En el corazón productivo del sistema se esconde su naturaleza caótica, su impulso creativo y voraz. La democracia liberal contemporánea tiene un objetivo principal: garantizar que la discusión permanente y esperable genere mejores condiciones de vida para los ciudadanos. No hay que imaginar sociedades perfectas sino apostar por la imperfección de la libertad como parte de cualquier experiencia social. Toda hegemonía es sospechosa, toda utopía es una calamidad.
El oficialismo, nuevo centro de la conversación pública, está entre el fuego cruzado de dos posturas radicales: el grado de ezquizofrenia es tal que unos ven en Cambiemos a un gobierno neo liberal y represor y otros a un socialismo benefactor e irresponsable. “Todos los días felices fueron peronistas” es el mantra utópico de unos, algún imaginario país sin estado acaso sea el horizonte de los ultra liberales. Lo curioso es que comienza a percibirse una retroalimentación discursiva en estos extremos pensando en las elecciones del año próximo.
El ejercicio del poder, los errores propios y las circunstancias han moderado el horizonte de expectativas del oficialismo, que pasó de las danzas multicolores al gris desencanto de lo real. Su estrategia de comunicación, acaso involuntariamente, no está basada en escenarios utópicos sino en los valores necesarios para llegar a una sociedad sencillamente más justa. El esfuerzo, la honestidad, la verdad, el mérito, son las emociones morales que Cambiemos no puede traicionar para garantizar la reelección. La economía siempre aparece como un factor electoral pero, a menos que un “cisne negro” similar al de mayo arrase con todo, lo más probable es que pese al horroroso segundo semestre de este año lo que incline la balanza sea la percepción de un modelo de valores agotado que debe seguir cambiando. ¿Cuál es el horizonte? Eso, el cambio, es el horizonte; el gobierno hace muy bien en no prometer Suecia, en comprender que no hay meta sino un caótico ejercicio republicano (caos que se agudiza en una sociedad tan desigual) cuya única condición es que este basado en un sistema de valores.
“La angustia es el vértigo de la libertad” es una lección de Soren Kierkegaard que todo adolescente lee con estupor. Cualquiera que conozca a Steven Pinker sabe que esa angustia llevó al hombre contemporáneo a crear la sociedad más próspera e igualitaria de toda la historia. Sin líderes paternales, sin soluciones mágicas, sin verdades absolutas o épocas doradas sobre las que ejercer alguna melancolía, es probable que el gobierno gane las elecciones del año que viene con un mensaje prosaico, modesto, que no busca conducir al pueblo a ningún lugar sino que, con marchas y retrocesos, rectificándose o dando pasos torpes, trata de allanar el camino para que la sociedad vaya donde quiera. En Argentina eso es, valga la contradicción, una utopía.