Going nowhere slow: algunas ideas sobre b’lieve i’m goin down… de Kurt Vile

Pablo Siciliano
9 min readJun 9, 2020

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¿Qué es un clásico? Las consideraciones de los eruditos se multiplican. El diccionario arroja una definición muy pobre: “modelo digno de imitación en el arte o la literatura”. La Academia se enfoca en el oficio y en la triste saga de imitadores que produce una eventual obra maestra pero deja de lado el placer que provoca una pieza a la que llamamos clásica. No debe sorprendernos: es un hiato previsible entre burócratas.

El término “clásico” procede del adjetivo latino classicus que en Roma designaba a la clase o estamento social de mayor fortuna económica. El primero en aplicar ese adjetivo a los escritores fue Aulo Gelio, autor conocido por sus Noches Áticas, largos volúmenes en los que el griego reflexiona sobre asuntos variados que van desde la historia hasta la gramática. Esta revelación de la etimología me resultó sorprendente: la acepción original de la palabra tiene un sentido económico.

El fútbol nos brinda una pista para el significado ideal. El clásico entre Barcelona y Real Madrid lo es porque se juega desde que tenemos memoria y se seguirá jugando cuando Lionel Messi sea un anciano mirando las fotografías de sus años dorados. Lo clásico trasciende el tiempo. El segundo movimiento de la novena sinfonía de Ludwig van Beethoven, Moby Dick de Herman Melville o el Martín Fierro de José Hernández parecen hoy tan actuales como en el preciso momento en el que fueron publicadas, acaso porque son la expresión profunda del alma del autor y ya sabemos que, en esos terrenos, el tiempo fluye de modo misterioso. Jorge Luis Borges dice: “clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. Si uno escucha The Freewheelin’ Bob Dylan inmediatamente ve alterada su percepción de lo temporal porque siente que esa música llega desde tiempos ancestrales pero que pudo haberse grabado ayer en un sótano de la vasta estepa americana. Estamos, claro, ante un clásico.

Ahora que nos sentimos cómodos hablando de lo clásico, notemos también que las obras pueden muy raramente adquirir ese estatus de inmediato. La mayoría de las veces recorren un largo camino hacia la consideración general. Debieron pasar siglos, numerosas conspiraciones políticas y el minucioso trabajo de los sabios para que nos postremos llenos de emoción frente a La Venus de Sandro Botticelli. El genio de Florencia fue apenas recordado como un artista de segunda categoría durante más de trescientos años. Sólo hacia la mitad del siglo XIX los prerrafaelitas reconocieron su obra, hecho que multiplicó su aceptación y que explica las tediosas filas frente a sus cuadros en la Galeria degli Uffizi

A 80 años de su fallecimiento, casi todos habían olvidado a Johann Sebastian Bach. La historia de su revalorización comienza, según la leyenda, en la carnicería de una feria de Leipzig. El joven prodigio musical Felix Mendelssohn acompañó a su madre a comprar los víveres para el almuerzo y descubrió que un comerciante envolvía las chuletas en un papel lleno de notas manuscritas. Ya en su casa comprobó que se trataba de partituras originales del propio Bach y corrió a ver al carnicero, quien le explicó que había encontrado muchos papeles como aquellos en una habitación que acababa de alquilar. Mendelssohn compró el resto antes de que fuera demasiado tarde y así nació el interés por un compositor genial que hoy nos parece la piedra fundamental de la música barroca. La representación de la Pasión según San Mateo el 11 de marzo de 1829 en Berlín, bajo la dirección del propio Mendelssohn, sentó las bases para el unánime prestigio actual. Eugenio Monjeau me comentó que a esa función asistieron el rey Guillermo I y Georg Friedrich Hegel en persona. Johann Wolfgang von Goethe no pudo asistir pero, todo un caballero, pidió disculpas.

Como vemos, en todos los casos la consideración de una obra como clásica es el resultado del arduo trabajo de unos “happy few”, grupo de intelectuales o artistas que busca en la historia artefactos que justifiquen una visión determinada de la realidad de su tiempo. Se trata de operaciones culturales complejas que exceden la ambición de este texto y el tiempo siempre escaso del estimado lector.

Vayamos ahora al artista que nos ocupa. Kurt Vile nació en 1980 en Lansdown, Pensilvania. Grabó su primer tape a los 17 años inspirado por muchos de las bandas del sello Matador que, en un hermoso círculo del destino, publicaría años más tarde b’lieve i’m goin down. Pavement, Belle and Sebastian, Yo La Tengo, Guided By Voices y Cat Power, entre otros, sentaron las bases fundamentales del indie, una etiqueta que hoy nos parece despreciable pero que en algún momento tuvo un significado positivo y poderoso. Desde lo musical, el indie transforma la fuerza expresiva del punk en un largo ejercicio de introspección que utiliza el ruido eléctrico de las guitarras para escapar del mundo en lugar de luchar por cambiarlo. Sus grandes exponentes comparten un refinado sentido del humor y una mirada crítica sobre la cultura popular que, lejos de la angustia y la crítica política del grunge, apela a la ironía.

Mientras trataba de abrirse camino en la industria musical, Vile trabajó como operario de máquinas elevadoras para la construcción. “La música era mi pasión pero tenía mucho que aprender. Me deprimía mucho mi vida blue-collar, me dolía no haber ido a la universidad. Estaba todo el tiempo en trabajos de mierda, lo opuesto a lo que quería hacer. Pero caí en esa, y no me quejaba. Era muy tímido. Fueron años horribles”.

Más adelante, nuestro modesto héroe se mudó a Boston y participó en la formación de otra banda notable, The War On Drugs, aunque abandonó el grupo para enfocarse en su carrera solista. Antes del disco que nos ocupa, publicó otros cinco en una carrera prolífica de 10 años que comenzó en 2008 y que llega hasta nuestros días con el lanzamiento reciente de Bottle It In. El gran salto de popularidad de la carrera de Vile se dio con Wakin On a Pretty Daze, obra del 2013 que contiene algunas de las canciones más hermosas de su tiempo, entre ellas el conmovedor mantra de 9 minutos que le da nombre al disco y que podría considerarse la pieza más poderosa de toda la carrera del artista.

Pero vayamos de una vez a b’lieve i’m goin down…, disco editado en el año 2015 que condensa el estilo del artista: guitarras en primer plano, letras que buscan la auto consciencia, una forma de cantar que podríamos calificar de somnolienta y un afán caprichoso por bucear en la canción hasta llegar a ese momento en el que el tiempo deja de importar y uno puede, sencillamente, dejarse llevar por la música. El trabajo es sensacional porque nos propone un viaje en cámara lenta hacia el interior de uno mismo, allí donde comienza a operar el extrañamiento. Las primeras líneas del hit de apertura, Pretty Pimpin, exponen la idea con caridad: “I woke up this mornin’, didn’t recognize the man in the mirror. Then I laughed, and I said, “Oh silly me, that’s just me.” Then I proceeded to brush some stranger’s teeth but they were my teeth, and I was weightless”. ¿Quién es Kurt Vile? O mejor, ¿quiénes somos todos nosotros? ¿Cómo hacemos para luchar contra la idea de que somos un montón de impostores?

Prometo no hacer un análisis de cada canción pero iremos directo al track 2, I Am An Outlaw. Se destaca aquí el uso del banjo, instrumento que Vile toca desde que es un niño y que conecta su música con otra tradición a la que pertenece de manera ineludible: el country. Se cree que la palabra banjo deriva del término kimbundú “mbanza” y que tribus de la actual Angola lo utilizaban en rituales religiosos. Llegó a América por los esclavos que traficaba de manera masiva el Reino del Portugal. El primer registro pictórico de su existencia aparece en The Old Plantation, cuadro pintado a fines del siglo XVIII en Carolina del Sur por el esclavista John Rose. La música de Vile continúa con orgullo una tradición que se remonta a siglos y que contiene todas las luces y las sombras de su país.

Todo aquel que haya visto The Searchers, una de las numerosas obras maestras de de John Ford, recordará el personaje que interpreta Hank Worden, cuyo único deseo vital es “sentarse en su mecedora”. La rockin’ chair es un elemento tradicional de los ranchos ganaderos de Estados Unidos y un símbolo de status para el patrón de la familia que puede contemplar, emulando el ritmo del reloj, la vasta extensión de sus terrenos. Como puede observarse casi de manera literal en sus vídeos, Vile se relaciona con el universo desde la prudente pasividad de una mecedora que le sirve para bucear en su interior y hallar una suerte de sentido que siempre es esquivo. Todo esto sin dejar de tocar el banjo, claro. Vale aclarar que en I Am An Outlaw aparece la frase que le da título a este pretencioso artículo y que es otra buena manera de sintetizar su obra: going nowhere slow.

El disco ingresa progresivamente a una zona de mayor introspección y las canciones se alargan hasta lo infinito con secuencias de acordes repetidas que parecen ser la melodía que alguien toca en su guitarra mientras piensa en otra cosa. Si alguno de ustedes esta familiarizado con este instrumento entenderá de inmediato la sensación que describo: los ojos perdidos, los dedos moviéndose sobre el diapasón y la mente a miles de kilómetros de distancia. De hecho, en Wheelhouse, encontramos una frase que revela el origen de muchas de las piezas de Vile: “humming a sad song when I’m alone”. Después de regalarnos el reverso exacto del icónico That’s Life de Frank Sinatra (“i almost hate to say it”) llega uno de los puntos más altos del disco con Life Like This, reflexión sobre el estilo de vida de un artista y la sana aceptación de que la locura es una experiencia familiar. “Maybe you don’t hear me talking strange. Well, hang on, you better wait: maybe you didn’t hear me right”.

Más adelante, en Stand Inside, Vile revela el alcance de su felicidad: “We gonna live in a house together with me on the couch and my guitar, singing Oh my god I love you, I love you”. El sillón, la guitarra y el amor como modesta representación del paraíso es una escena con la que, a un nivel muy personal, puedo identificarme. Las letras, como habrán notado, expresan emociones de manera directa, sin excesos de alegorías o metáforas. Es un disco personal pero exento de sentimentalismos que encuentra el equilibrio exacto entre la revelación de inquietudes existenciales y la sobriedad que debe mantener todo hombre de bien. La despedida es Wild Imagination, canción que parece haber sido grabada en 6 minutos, exactamente el tiempo que dura. Vile murmura reflexiones sobre su vida y el disco que acabamos de escuchar con líneas que, por esta vez, voy a traducir: “Voy a contarte sobre mi pasado. Hay creyentes y amantes y drogadictos y soñadores y borrachos y conspiradores y temo que estoy sintiendo demasiados sentimientos simultáneamente, a un ritmo demasiado rápido”.

Traté de evitar la enumeración de canciones porque el efecto poderoso de b’lieve i’m goin down… no está dado por las piezas individuales sino por el viaje emocional que hace el oyente desde su apertura hasta la última canción. Let It Bleed o Beggar’s Banquet no contienen los más grandes hits de los Rolling Stones pero son, de todos modos, sus mejores trabajos porque expresan de manera muy íntima un estado de ánimo. Este quizás sea el trabajo más arduo de un artista genuino: utilizar notas, letras o colores para transformar un sentimiento en una pieza. Lou Reed definió el proceso con una preciosa sentencia: “between thought and expression lies a lifetime”.

b’lieve i’m goin down… parece haber sido, ante todo, un viaje de auto conocimiento y otro banal intento por entender quién es el extraño que nos mira del otro lado del espejo. “He was always a thousand miles away while still standin’ in front of your face”. Kurt Vile logró dos objetivos extraordinarios: por un lado, que su espíritu se exprese poderosamente y, por el otro, que esa expresión conecte de manera misteriosa con el espíritu del oyente anónimo que decide escucharlo. Su cuerpo desgarbado, su pelo largo y su rostro victoriano lo hacen ver como un hombre de otro tiempo y, quien sabe, quizás lo sea; en ese desfajase temporal puede residir el poder secreto de una obra que, para quién escribe, ya es un clásico.

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