Joker y las ventajas de ser una víctima
Atención: si no viste la película, no leas esto bajo ningún motivo.
“La glorificación de la víctima ya está en el Sermón de la Montaña; es un discurso de resentimiento y guerra civil. Se incluye siempre la bobada de que el rico lo es porque roba al pobre cuando, en una sociedad industrial, son los ricos quienes dan oportunidades. ¿A quiénes roban Bill Gates o Henry Ford? Crean ingentes cantidades de empleo, ponen más barato lo que antes era más caro y esa utilidad que ofrecen es premiada por el cuerpo social que compra sus productos y mejora su calidad de vida”. Mientras miraba Joker y la arbitraria variedad de vejaciones a las que es sometido su personaje principal recordé con mucho menos precisión estas palabras del filósofo e historiador español Antonio Escohotado y todo se hizo previsible, incluso el ridículo final. Aunque soy malo escribiendo sobre cosas que no me gustan, el éxito de Joker puede ser útil para comprender una visión del mundo, milenaria pero muy extendida en estos días, dedicada a glorificar a las víctimas
La película tiene dos planos narrativos, el personal y el político, que pretenden funcionar como metáforas complementarias. Ciudad Gótica es tierra arrasada pero el film no se molesta en explicar las causas del desastre. Este hiato es pura comodidad: no hay política, no hay argumentaciones, todo surge desde el vacío de la historia y queda una fábula de reminiscencias cristianas en la que los ricos y los pobres se enfrentan por razones casi espirituales. El paralelismo con la New York de los setenta es innegable pero todo ejercicio de duplicación de la realidad tiene un costo, desde Platón hasta las ciudades imaginarias de William Faulkner o Gabriel García Márquez, y la analogía entre ambos universos se reduce a lo esquemático. La basura de las calles no tiene olor, las ratas gigantes no provocan rechazo, la crisis no tiene razones, la alegoría se deshace en moraleja.
Luego vamos al plano personal. Arthur es un muchacho fracasado y enfermo que vive con su madre en un departamento ruinoso. Los compañeros de trabajo lo maltratan, una patota lo golpea y ni siquiera puede jugar con un chico durante un viaje en tren sin ser agredido. El teatro de vejaciones va en aumento: más tarde sabremos que fue abusado de chico y que la policía lo encontró atado a un radiador con golpes en el rostro. Todo esto está reforzado por planos que harían doler la cabeza a Serge Daney y una música estruendosa que subraya sin necesidad su indefensión. Pocas películas han sido tan abyectas.
La madre de Arthur está construida con la moral de una parroquia de barrio. Su nombre es Penny, ineludible referencia a los sesenta, y en un flashback la vemos fumando vestida como una roadie de Greatful Dead. Penny no cumple con su destino, la maternidad, y por ende es el gran villano de la película. Como un dios profano pero moralista, Arthur va condenando al cielo o al infierno a la gente que lo rodea. Cuando la escalada de violencia aumenta y el joven torturado se transforma torpemente en Joker, se exime de asesinar al único compañero de trabajo que había sido bueno con él: no es exactamente un psicópata sino un cruzado moral, casi un religioso. Sobre la patética escena final, antes de asesinar al conductor de televisión interpretado por Roberto De Niro, el sacerdote lanza un nuevo sermón de baja calidad.
Dos grandes conceptos transforman a Arthur en un asesino: el “fin de la familia” y la siempre ambigua idea de la “sociedad enferma”. Podría ser una encíclica del Papa Francisco, claro, pero es material de idolatría para los oyentes menos conspicuos de FM Metro. Este nuevo conservadurismo cool es tendencia global. Aunque las razones del fenómeno exceden las ambiciones de este breve texto, vale decir que se remontan a la antigua polarización entre la libertad y el orden, Grecia y Esparta, Estados Unidos y la Unión Soviética, Marcos Galperín y Juan Grabois. Los mesías del orden suelen exhibir como evidencia del fracaso de la libertad a su bien más preciado: las víctimas. “Vivimos una cultura donde ser víctima es una forma de meritocracia” dijo hace poco la escritora Pola Olaixarac. No importa que con el auge de las sociedades liberales la calidad de vida haya mejorado de manera espectacular en el último siglo, no importa que los regímenes de planificación hayan matado por hambre o por ideología a millones de personas, la víctima es una mercancía que sirve para reclamar la llegada del orden, cifra secreta de cualquier régimen totalitario. “Tanto peor, tanto mejor” es el viejo lema de las organizaciones revolucionarias que proyectan un apocalipsis a la medida de sus necesidades. Su pobrismo es una estrategia de poder muy sofisticada que se remonta, claro, al Sermón de la Montaña. Joker es un éxito porque conecta con ese nuevo impulso social que reclama un “estado presente” que frene el hipotético caos.
¿La mirada de la película es crítica o complaciente frente a este escenario social? La misma pregunta podría ser válida tras ver El Padrino o Scarface, obras maestras en las que el héroe es un asesino confeso. La gran diferencia reside en que, para las dos primeras, los límites morales son difusos mientras que Joker nunca escapa de su carácter de fábula. En la previsible secuela resta ver el rol de Batman que, o bien puede aliarse con el estado opresor o bien volverse una suerte de “terrorista del bien” en línea con la mirada de Cristopher Nolan. Como ven, todo está reducido a esquemas.
La comparación con Taxi Driver, extendida entre críticos, es muy útil. La película de Scorsese es incómoda: Travis Bickle es un ex combatiente de Vietnam que no necesita victimizarse para ser, efectivamente, una víctima. La sociedad enferma es mucho más que un montón de yuppies maltratando inocentes, es un escenario de decadencia generalizada donde no hay lugar para los buenos o para los malos. Sin puntos de referencia, todos somos parte del problema. En Joker, en cambio, la sensación es tranquilizante. Bajo su aparente espectacularidad sólo hay una suerte de moraleja retorcida y plagada de contradicciones que es perfecta para estos tiempos extraños.