Léon de Luc Besson (1994)
A comienzos de la década de los noventa se filmaron una serie de películas barrocas que establecieron una re lectura de géneros populares en Hollywood como el film noir o la road movie, variación contemporánea de la Odisea. Toda generalización es errónea y está llena de excepciones pero Blood Simple, Natural Born Killers, Kalifornia, True Romance, Pulp Fiction, casi todos guiones de Tarantino, establecieron un nuevo código en el que la violencia dejó de ser una sugerencia de las luces y las sombras para transformarse en el centro de la narración, un hecho explícito con el que los personajes y la sociedad deben convivir. En el clásico del cine negro Double Indemnity la muerte del esposo engañado es una coreografía sugerida por la fotografía; en Reservoir Dogs aún es difícil olvidar la horrible impresión que produce la mutilación del policía secuestrado. ¿Cómo se explica este desplazamiento narrativo? El mundo no era más violento en 1990 que en 1940, con las cenizas aún tibias de los campos de concentración europeos. Una explicación muy sencilla es la que descubrió Hitchock en un baño: nos fascina entregarnos al placer de nuestro oscuro inconsciente. Nuestro espectacular universo burgués nos distancia de los márgenes del mundo, ahí donde la violencia deja de ser un espectáculo para transformarse en una pesadilla horriblemente real. Los soldados y los narcotraficantes son profesionales de la muerte y nos permiten vivir en paz mientras consumimos nuestras drogas en el living de casa. La violencia que no vemos pero que sostiene nuestra rutina se nos presenta como un una variante del entretenimiento.
El punto es que en 1994 el francés Luc Besson se despacho con The Professional, quizás la mejor de todas las películas de esta efímera primavera tarantinesca, a pesar de su injustificable barroquismo y de la actuación desmedida de Gary Oldman. El planteo es sencillo: la unión de dos seres desclasados que se conocen por circunstancias fortuitas. Uno de ellos, Leon, interpretado por Jean Reno, es un asesino profesional de origen europeo que apenas sabe comunicarse, una máquina de matar brutal e inocente que ha sido robotizada, a quien se le ha intentado suprimir todo rasgo de humanidad. A dos puertas de su departamento vive una niña de 11 años con una familia masacrada a balazos. Sin hogar ni destino, la niña apela en una admirable escena a la piedad de León y este accede.
A partir de ese momento comienza a desarrollarse una ambigua y encantadora relación entre ambos, relación que trasciende lo sexual, que podríamos calificar de filial pero que también excede esa reducción y que quizás pueda explicarse como Amor en el sentido más puro de la palabra. Uno será la familia del otro, ambos dejarán la soledad para vivir en esa duplicidad simbiótica que implica una relación, y los rasgos inhumanos de León comenzaran a deshacerse en un traspaso que constituye la clave del filme.
Recuerdo aquella magnífica película de Ford, The Man Who Shot Liberty Valance, en la que un fallecido John Wayne es simbolizado por un cactus que su antiguo amor coloca sobre su tumba. Lograr ese traspaso de materia, encontrar el alma de una persona en un objeto-signo que lo representa luego de su muerte, es una operación cinematográfica compleja y admirable que Luc Besson logra. León cuida una planta, la atesora, la riega, se preocupa de que el sol la ilumine. La niña le pregunta por qué y este, en un recurso de guion algo forzado que dejamos pasar, responde: porque no tiene raíces, como yo. En la escena final, la niña le dará a León raíces para prolongar su existencia, y en ese lugar encontrará ella también un hogar en el que asentarse. La ironía del plano de cierre es hermosa: la cámara se eleva y nos muestra una imagen general de Nueva York. Aunque no la veamos, la violencia está ahí, en las raíces de todo lo que hacemos, y nos permite vivir nuestro pequeño sueño.