La angustia de ser argentino: breve ensayo sobre el cine de Martín Rejtman
Aclaración: La plataforma MUBi programó en diciembre del año pasado una retrospectiva sobre el director argentino Martín Rejtman y ofreció cada una de sus películas, desde la ópera prima Rapado (1996) hasta el cortometraje Shakti (2019). Este texto es el resultado de ese ejercicio cinéfilo y sólo tiene sentido si alguien vio o está por ver alguna de las obras mencionadas.
Si vivís en Argentina, conocés la sensación. Un día te levantás y el dólar se dispara, los bonos de las empresas nacionales se derrumban, en los canales de televisión titila cruelmente el cartel luminoso de una casa de cambio sobre la calle Maipú, se organizan confusas conferencias de prensa en las que los funcionarios tienen inscritos en sus ojos la cifra del terror y las redes sociales oscilan entre el humor y el pánico. Mi amigo Juan Morris bautizó a esas jornadas como “día argentino”, 24 horas que otras sociedades experimentan una vez por siglo y aquí se repiten con una frecuencia acaso mensual. Lo curioso es que las catástrofes financieras que provocan suicidios y saltos al vacío en Japón o Estados Unidos se viven entre nosotros con pasmosa naturalidad; no importa cuán bajo haya caído el peso, por la noche salimos a comer y en los restaurantes atiborrados de gente nadie deja de hablar del “día argentino” que acaba de finalizar. La ironía es un bien nacional heredado de los ingleses y nos ayuda a sobrellevar la angustia pero, bajo los gritos de las vastas muchedumbres, el dolor de repetir una y otra vez el apocalipsis va moldeando silenciosamente nuestra forma de ser. Pocos cineastas han filmado mejor ese dolor tácito que Martín Rejtman.
Rejtman nació en Buenos Aires en 1961. Estudió cine en la vieja Escuela Panamericana de Arte y más tarde en la Universidad de Nueva York. Trabajó como asistente de dirección y montajista en los míticos estudios Cinecitta de Italia. Es un profesional del oficio con una inclinación permanente por el auto boicot; el síntoma más evidente de esto es su inclinación a hacer películas de bajo presupuesto a lo largo de una carrera de más de 25 años. En paralelo escribió literatura, filmó documentales y dio entrevistas en las que se vio forzado a explicar la perplejidad que generan sus obras. Ese es, justamente, el modesto objetivo de este texto.
Bajo la apariencia de lo real, el cine de Rejtman establece una distancia con lo representado que funciona como espejo cruel de aquello que somos. Todo parte de esa premisa: transformar lo existente en arquetipo para presentarlo con un cristal que permite ver lo que antes era invisible. La fuerza de sus películas esta cifrada en ese ejercicio que, como en un pase de magia, logra que la vacaciones a la costa atlántica de Dos Disparos sean el teatro cómico de una angustia que es la sustancia spinoziana que une todas las cosas.
La puesta en escena tiene el desafecto de Bertold Brecht, el sentimiento trágico de Robert Bresson y el humor enrarecido de Cha Cha Cha. La cámara se mueve en el espacio con una austeridad espartana y la mirada del director transforma escenarios de la vida cotidiana argentina (una panchería, una remisería o una tienda de vídeo juegos) en postales de una Europa del Este paralela que se instaló en las afueras de Buenos Aires sin que siquiera lo hayamos notado. De nuevo, Rejtman tiene el increíble poder de transformar lo rutinario en arquetipo. En una serie de Pol-ka, la aparición en escena de una botella de Mirinda tiene la función de reforzar la ilusión de habitar Argentina. En el cine de Rejtman, en cambio, dada la distancia con la que contemplamos la escena, la aparición de esa marca de gaseosa trae a la superficie una saga de recuerdos colectivos y la triste sensación de paraíso perdido que define toda su obra. Tal como expresa un estudio de la Universidad de Buenos Aires, “el costumbrismo produce una soldadura entre territorio e identidad. La operatoria de Rejtman es radicalmente anticostumbrista ya que escinde estos términos. A partir de la escisión se produce, por una parte, la proliferación de lugares anómalos y, por otra, pura identidad serial y estandarizada”.
Las actuaciones son un elemento central de sus películas. Rejtman descarta la psicología y deja que sus personajes sean arrastrados por la acción como Mersault fue arrastrado hacia la playa. ¿Por qué se rapa Lucio en Rapado? Consciente de los límites y alcances de su herramienta expresiva no se permite la ilusión del “mundo interior” y planifica movimientos y expresiones con vastas coreografías que se alejan de la gestualidad de los ganadores del Oscar. Imaginen a un grupo de extranjeros pasando algún tiempo en Argentina con el único fin de imitar nuestro modo de hablar y recién entonces tendrán un indicio aceptable del registro actoral de su cine.
En el cine de Yazujiro Ozu, la cámara observa a los actores moviéndose en un hogar típicamente japonés que es, ante todo, el espacio de la familia. Rejtman utiliza el mismo recurso pero para representar lo contrario: la total desintegración de lo familiar. En su ópera prima, Rapado, el departamento en el que vive el joven protagonista se representa como a través de un espejo roto. Las cámaras estáticas muestran a hombres y mujeres saliendo y entrando de cuartos, abriendo o cerrando puertas, involucrándose en tareas ridículas que los permitan estar en movimiento. Lejos de mostrar a la familia como una institución de encierro, Rejtman comprende que los padres no pueden controlar la movilidad de los hijos y que estos circulan por las calles en repetidos intentos fallidos por huir.
La huida es, de hecho, un tema central en el cine de Rejtman. Los personajes emprenden viajes hacia lo desconocido que los depositan, una y otra vez, en el lugar de partida. En los recorridos a Ezeiza que emprende Alejandro, el remisero interpretado por Vicentico en Los Guantes Mágicos, la contemplación serena de aviones que parten hacia el exterior marca su límite espiritual. Acaso los personajes de Rejtman sean libres para manejar sin rumbo, andar en moto por la ciudad o acelerar a fondo en una playa de Villa Gessel, pero estas huidas son más bien oscilaciones alrededor de un centro implacable sobre el que gravitan pese a su aparente ingravidez. El escritor Natahaniel Hawthorne cierra su cuento Wakefield con estas magníficas líneas: “En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar”. Hawthorne lleva la concepción de la palabra “sistema” a lo metafísico. Pese a que siente una gran empatía por sus personajes, Rejtman selecciona como héroes a hombres y mujeres entregados a una mecánica repetición de rutinas de las que se distraen con erráticos ejercicios deambulatorios. Pueden moverse, pero no pueden escapar.
La única crítica válida a Citizen Kane es que su laberinto tiene un centro y que ese centro es una imagen bucólica de la infancia, una parábola que le resta poder a un relato magnífico sobre el poder (del cine). Toda buena película, a fin de cuentas, se encarga de ocultar aquello que quiere mostrar. El crítico Roger Koza expresa su molestia frente a la aparente ahistoricidad de los filmes de Rejtman: “los personajes se mueven en un espacio vital purificado de todo signo del presente”. Creo que es una lectura desacertada. Aquello que no se ve pero que su cine logra exhibir con particular crudeza es Argentina, una palabra abstracta que implica un territorio pero también un estado de ánimo, un conjunto de objetos y símbolos, una serie de sueños, una forma de concebir la intimidad. Argentina como lo que es y lo que no pudo ser está en su cine, a veces verbalizada por la vía del absurdo (las fichitas de video juegos pierden valor por la hiper inflación) y otras veces en los silencios de los personajes mientras contemplan con emoción un Renault 12. El paraíso perdido que somos es el centro de gravedad sobre el que sus personajes se mueven y del que no pueden escapar. Esa es, sin dudas, una mirada política.