La identidad y el drama de los erizos
Hace pocos días leí un artículo esclarecedor de Ferrán Caballero en The Objective; este post no será más que una repetición amplificada de sus ideas que dieron, creo, con el esquivo centro de la vasta y muy extendida discusión sobre la identidad.
- Adiós a la tribu
Un recorrido riguroso por la historia humana puede llegar desalentar al joven humanista. Durante siglos, diferentes sectas se enfrentaron por razones más o menos banales. En la medida en que la tecnología fue perfeccionando la habilidad para matar a gran escala ocurrió el Holocausto y la autoconciencia que Adorno sintetizó en su conocida frase: “ Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”.
Sólo entonces las sociedades occidentales estuvieron listas para abandonar el espíritu tribal y establecer identidades nacionales abiertas basadas en el procedimiento democrático. Comenzó entonces un ciclo económico y político que, con sus vaivenes, produjo la mayor prosperidad jamás experimentada. Desde los años de la posguerra hasta la actualidad los datos sobre mortalidad, alfabetización o muertes por violencia van mejorando año a año y son los más extraordinarios desde que existen registros, aún cuando los columnistas de la televisión se empeñen en demostrar lo contrario. Cualquier conferencia de Steven Pinker puede aportar algo de luz a la oscuridad de las redacciones periodísticas.
2. El juego del erizo
En su artículo, Ferrán Caballero dice, con razón, que “la democracia consiste en un extraño juego de juntarse y separarse. O, mejor dicho, de separarse y de juntarse, porque el primer movimiento de la democracia es siempre el de separarnos de nuestros lazos más cercanos y naturales, los de la familia o los de la tribu, para hacernos individuos dejándonos solos frente a la urna y frente a la conciencia (…) En el juego de la democracia somos siempre como aquellos erizos del cuento, que se juntan para no morir de frío pero que cuando se juntan demasiado se pinchan y se tienen que volver a separar. Por eso hace todavía pocos años nos preocupaban la desafección y el individualismo creciente de nuestras sociedades democráticas con la misma intensidad y por los mismos motivos por los que ahora nos preocupamos de la creciente tribalización de las mismas sociedades y de las mismas democracias. Se diría que no estamos contentos con nada y se diría bien, porque lo que demuestra el movimiento de nuestras preocupaciones es que la vida democrática no admite equilibrios ni estabilidades definitivas y que todo es un constante hacerse y deshacerse”.
La búsqueda de ese equilibro apolíneo es la clave para que el ejercicio de la democracia pueda darse de manera más o menos civilizada. “La libertad democrática es siempre un separarse que no entiende la “política identitaria”, que cree que uno nace siempre como parte de un todo más o menos grande, más o menos cercano, y que no hay manera de salir de él; no entiende que haya manera de ser libres en el sentido más democrático del término, porque no entiende que es una falsa paradoja de la democracia el que tengamos que hacernos individuos para podernos hacer nación (…) La identidad nacional ha permitido la democracia y la libertad que tantas otras identidades han negado y destruido. Esto demuestra que la alternativa fundamental de nuestro tiempo es entre discursos, políticas y grupos democratizadores y discursos, políticas y grupos autoritarios”.
3. La política de la identidad
Durante demasiados años hubo minorías perseguidas por el poder de un dogma político, religioso o tribal. Con el establecimiento de los estados nacionales laicos no hay mayor dogma que el respeto a una ley garantista y el resultado es que, en relativamente pocos años, el avance en materia de derechos ha sido espectacular.
En este sentido, es extraño ver el odio y el pesimismo estratégico de algunos grupos hacia los símbolos de una libertad siempre imperfecta que constituye, de todos modos, el más extraordinario avance político que se haya conseguido. Si nos dejamos llevar por Jordan Peterson, todo tiene una explicación: “La constatación del fracaso del comunismo, de su criminalidad estructural, fue un shock para la izquierda. Después de Solzhenitsyn ni los más dogmáticos, ¡ni los intelectuales franceses!, pudieron seguir justificando el comunismo. ¿Qué hicieron entonces Derrida y los posmodernos? Una maniobra tramposa y brillante. Sustituyeron el foco del debate: de la lucha de clases a la lucha de identidades”.
Ya no vivimos en Metrópolis de Fritz Lang por lo que, caído el concepto tradicional del trabajador, no tiene mayor sentido hablar de clases . Quizás Peterson tenga razón y la identidad sea la estrategia de la izquierda para construir su realidad siempre maniquea. De este modo, los avances extraordinarios de las sociedades liberales de posguerra se transforman en una vasta fábula de explotación del hombre blanco primitivo para con cualquier etnia. De este modo, las minorías se tribalizan y comienzan a conspirar contra la democracia que es la garantía de su libertad.
¿Se puede luchar por el derecho a una identidad determinada mientras se sostiene la gran identidad nacional? La izquierda trabaja poniendo en crisis el génesis: el problema es la “identidad nacional” en sí misma, fuente de todos los males. Nada más lejano al equilibrio que, por supuesto, genera reacciones igual de desproporcionadas en lo grandes relatos de reivindicación nacional que estamos viendo en estos años: el ascenso de Trump o Bolsonaro son demostraciones del fracaso de la flamante “política de la identidad”. El equilibrio del que habla Ferrán Caballero quizás no sea más que un ejercicio de civismo cotidiano: cualquier lucha de colectivos o minorías va a ser necesariamente tensa pero hay que saber que todo lo tenso puede romperse, por un lado o por el otro.