Las Bandas

Pablo Siciliano
3 min readJan 17, 2019

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A partir de la mención de Los Redondos en una conversación entre amigos comencé a escuchar mi disco preferido del grupo, el recital en vivo en el teatro Palladium de 1986. Allí están en su mejor momento, las guitarras de Skay vuelan y el Indio Solari tiene un buen humor desconcertante, lanzando cada tanto sus famosos e inexplicables chiquiri te te o un simpático hola hola hola al comienzo del recital, que abre con el glorioso Fuegos de Octubre. Recuerdo haber escuchado este disco por primera vez hace muchos años, en un pasado que parece de otro. Hoy descubro mi perplejidad ante un aspecto del recital que nunca había notado: el público.

Silencioso, atento, sin apelar a los cánticos o a la arenga fácil, el público, esa masa anónima compuesta por cientos de hombres que hoy son sólo uno, escucha y permite que la prioridad sea la música. Los Redondos habían editado Gulp y Oktubre y, si bien su fama estaba en franco ascenso, sus seguidores seguían siendo adultos y jóvenes esperanzados en la contracultura que de alguna forma la banda representaba. Aún cuando los trágicos setenta habían acabado, los ochenta seguían siendo una época oscura, sobre todo porque la democracia había costado no una decisión sino miles de muertes. Los Redondos planteaban, sin saberlo, una salida posible, leyendo el contexto con extrema lucidez y mucho sentido del humor. Las drogas, el sonido inglés, las crípticas referencias a la realidad, todo fue conformando un imaginario redondo que de a poco la fantasía de los fanáticos fue completando.

En 1991 la banda edita La Mosca y la Sopa. En la tapa del disco vemos a una masa anónima de gente y a la banda detrás, secundaria en la fotografía. Es un punto clave en la historia del grupo y del rock en Argentina: la celebración de la cantidad, el culto al público como factor de legitimidad, la barra brava apoderándose de la experiencia artística que, aunque colectiva, siempre es íntima. Los Redondos ya no pudieron ser contraculturales porque el odio a la banalidad imperante tras la victoria menemista los transformó inesperadamente en voceros de la resignación. La distancia entre Laferrere y las fotos de Punta del Este que podían verse en la tapa de la revista Gente crearon un rencor que Solari sobrellevó como pudo, entre la sorpresa y la demagogia, como un político que desde su escritorio observa horrorizado a la multitud y se pregunta qué ha hecho.

La masa se multiplicó y encontró en la ambigüedad anti sistema de los Redondos una voz con la que identificarse: ser ricotero era una suerte de religión, con su correspondiente misa y con rituales improvisados que empezaron siendo simpáticos pero se volvieron dolorosamente estúpidos. Como era de esperarse, la muerte anunciada de Walter Bulacio invadió la fiesta.

Solari pudo haber destruido su mito frágil con alguna acción sencilla o una simple imagen: almorzando con Mirtha Legrand o abrazado a Gustavo Cerati en una fiesta exclusiva de Gancia. Un gesto tan cruel hacia el público que lo había endiosado lo hubiera liberado del horrible peso de ser una leyenda. No quiso o no pudo. Es difícil saber si al solitario y torturado Solari le desagrada convivir con el profeta público o si plantear su existencia como una tensión entre el doctor Jekkyl y Mr. Hyde es un error. Como en una trama de Franz Kafka, Solari se dedicó durante años a la ciega construcción de algo sin saber que era su propio calabozo. Separado de la realidad por los muros y los perros que rodean su casa, a sus setenta años intenta reflexionar sin éxito sobre un mundo caótico que ya no comprende. Una melancolía resignada se percibe en sus últimas entrevistas. En sus recitales, Ji Ji Ji suele cerrar la velada y la demagogia que odiaba en su juventud se volvió una obligación en su vejez. El público experimenta la fascinación ante la masa y la repetición moribunda de un espectáculo de circo. El pogo más grande del mundo.

Por eso, quiero volver a Palladium. En ese recital, tocan Ji Ji Ji y Los Redondos hacen magia sobre el escenario. Patricio Rey está vivo. Una vaga esperanza flota en el aire. Escuchamos pasmados esa gran canción y el solo fuera de serie de Skay Beilinson. Y el futuro está lleno de promesas.

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