Mission: Impossible (1996)
Hace pocos días, después de haber visto en el cine Mission: Imposible 6 y descubrir, mientras ingresaba a la oscuridad de la sala, que 22 años antes fui al estreno de la primera película de la serie en el Teatro Español de Comodoro Rivadavia, decidí hacer el ejercicio nostálgico de navegar por el buscador de Netflix y volver a mirarla. Quizás sea un cliché pero no deja de asombrarme el cambio fenomenal que, en muy pocos años, experimentó el modo en el que nos vinculamos con las pantallas y sus sucesivas “representaciones del hombre”, por usar una cita culta de Alan Touraine. En 1996, en la Patagonia, las películas llegaban con una demora de hasta 8 meses. Sin celulares, con apenas 20 canales en el televisor de tubo, con la calle céntrica como única red social, habitábamos un universo más pequeño y cerrado, indiferente a los vaivenes del exterior. Recuerdo una tarde en la que, con dos amigos de la escuela, robamos un cassette VHS. Corrimos a casa aprovechando que mis viejos trabajaban y nos enfrentamos por primera vez a la pornografía. Era ridículo, por supuesto, y nos aburrimos enseguida: la verdadera aventura era hacerse de Tasty Asian Asses 5 sin ser descubiertos. Ahora, dos o tres palabras claves pueden abrir una ventana a la fantasía más extraña en un par de segundos. El mundo siempre mejora.
Las sociedades cerradas generan mentes cerradas y, por eso, rechazo que todo tiempo por pasado sea mejor. Mañana es mejor. Me jacto, sin embargo, de haber experimentado el sabor dulce el universo analógico. Siendo muy chico la verdadera diversión era leer las obras completas de Julio Verne, Colmillo Blanco de Jack London o Robinson Crusoe de Willem Defoe (una de mis novelas favoritas hasta la fecha). Con un celular a mano no hubiera tenido la paciencia que requiere la lectura.
La literatura genera una conexión muy profunda con las ideas, sin dudas más profunda que Instagram, y veo en los pibes adictos a marchar por causas políticamente correctas una dificultad enorme para negociar con los matices, con las sombras necesarias de toda verdad, con la perspectiva fundamental que requiere el estudio de la historia.
La transición entre el mundo digital y el analógico que experimenté sin saberlo está perfectamente narrado en la primera Misión: Imposible. Brian de Palma, un condenado genio, comprende sabiamente que el centro de toda historia está en la mirada y aquí la tecnología se aplica al arte de la vigilancia, elemento clave del mundo en el que vivimos actualmente. Para el personaje de Tom Cruise, para nosotros, el verdadero reto es ser invisible. Paul Auster dijo alguna vez que la nueva resistencia es no estar, trazar un agujero en el sistema, desaparecer. En Doctor Pasavento, Enrique Vila Matas hace vagar a su personaje por las calles de Paris hasta que, súbitamente, deja de existir. En Wakefield, el hermoso cuento de Nathaniel Hawthorne, el personaje hace una broma que lo separa del mundo y lo transforma en “el paria del universo”. El verdadero poder del terrorismo es que sus soldados son invisibles para el sistema.
Tom Cruise usa la tecnología para observar hasta que, en un giro hitchcockiano muy propio de De Palma, el observado es él. Luego habrá corridas, persecusiones, una hermosa secuencia silenciosa, algo del proceso kafkiano y un Mc Guffin encarnado en un viejo diskette. La clave es la aparición de dispositivos de vigilancia cada vez más sofisticados que van a dificultar el trabajo más importante del héroe: ser invisible, vivir en la clandestinidad. Entre él y un terrorista, la única diferencia es un par de remeras de Calvin Klein.
Mission: Imposible se ubica en un pliegue del tiempo que me toca personalmente y es mucho mejor hoy que en el momento de su estreno. Es una de esas películas que ya no se hacen porque dialoga con toda la historia del cine y no con el periodismo. Además, va al punto central de la revolución digital: toda innovación tecnológica nace como innovación bélica. Vivimos rodeados de armas con las que no dejamos de divertirnos. El mundo siempre mejora.