To Kill a Mockingbird de Robert Mulligan (1962)

Pablo Siciliano
2 min readSep 4, 2018

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En el siglo XX, con la consolidación de eso que llamamos literatura moderna, el escritor William Faulkner renovó un recurso ancestral de la mitología, la fabricación de ciudades imaginarias, y concibió Yoknapatawpha, un pueblo en el sur de Estados Unidos. Gabriel García Márquez, Carlos Onetti, Juan Benet o Stephen King han hecho ejercicios similares bajo el influjo de su escritura.

No termino de aceptar ese recurso que ya refutó Aristóteles contra Platón: “duplicar el mundo es duplicar los problemas”. Faulkner es, de hecho, uno de los pocos que ha salido airosamente de ese dilema, quizás porque su ciudad está ubicada sobre un terreno conocido, el Sur mítico que Mark Twain (uno de los grandes genios de la literatura) construyó para Huck Finn y Tom Sawyer. La tentación de la alegoría es muy poderosa, acomodar la “realidad” a la necesidad del escritor en problemas siempre es una salida fácil.

La novela de Harper Lee transcurre en Maycomb, un pueblo imaginario de Alabama. Las piezas narrativas se van volviendo más y más esquemáticas hasta que sólo tenemos a un abogado honesto, un white trash violento y un negro oprimido. Como dice Roxane Gay en en New York Times, “ I don’t need to read about a young white girl understanding the perniciousness of racism to actually understand the perniciousness of racism. I have ample firsthand experience”.

El desastre que es la película se resuelve por un personaje escondido en una casa, símbolo del inconsciente norteamericano, violento y algo estúpido, fatalmente perdonado por el abogado que deshace así todo su afán legalista. El paternalismo de la imagen final no transmite intimidad, es más bien el resultado de una pesada alegoría sobre el miedo, la justicia y el tedio.

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