Una mala educación: un viaje personal a través de Los Planetas
Devuélveme La Pasta
Recuerdo el día en el que conocí a Los Planetas tal como recuerdo el día que cayeron las Torres Gemelas. Estaba en una oficina sobre la calle 14 de la ciudad La Plata, todo a mi alrededor era durlock y melamina y me abstraía del aroma a Poett de durazno navegando por internet en busca de música. Corría el año 2004, todavía no existían las redes sociales y los celulares eran pequeñas rocas ígneas de color negro cuya función más notable era recibir llamadas. Soulseek y E Mule eran las dos plataformas habituales para descargar discos pese a la rabia de Lars Ulrich y Bono, hoy felizmente olvidados. Por azar o por destino llegué a la canción Devuélveme La Pasta en un portal cuyo nombre ya no recuerdo. El impacto fue enorme. La canción me atravesó como Apolonia atravesó a Michael Corleone en la campiña siciliana. Caramba, por entonces naufragaba en una suerte de crisis de personalidad que todo hombre de bien atraviesa en el camino hacia una iluminación que acaso nunca llegue pero que, en términos más terrenales, lo lleva a vestirse mal, escenificar un tormento imaginario que es pura vanidad y convertirse en la preocupación de sus padres. El arte es una alquimia maravillosa: cuando uno se encuentra con un poeta que pone en palabras lo que hasta entonces era imposible decir comienza a transformarse en una cosa nueva. Lo sabemos: la evolución no es gradual sino un salto adelante de la naturaleza, tan repentino que es más simple habitarlo que asimilarlo.
En la canción, el reclamo por la pasta, es decir, el dinero, se transforma en un evento espiritual: la pasta es el corazón y el alma del sujeto que narra. “Devuélveme la pasta que me debes que los que tú ya sabes me quieren matar. Como no me la devuelvas como voy a convencerlos de que ha sido culpa tuya en realidad.”, expresa el cantante con una voz apenas audible entre la marea de guitarras. El sonido era indie, claro, algo entre The Brian Jonestown Massacre y Guided By Voices si me permiten el momento High Fidelity de este texto. De inmediato busqué en Internet Explorer alguna información sobre Los Planetas, la banda que había creado esa maravilla. Eran de Granada, ciudad relativamente pequeña en Andalucía, al sur de España. Por entonces habían publicado 6 discos en una carrera que comenzó en 1994 y sigue hasta la actualidad. Lleno de emoción le mostré el tema a mis amigos y todos fliparon del mismo modo. Los Planetas habían arribado a nuestras vidas.
El cantante y compositor de Los Planetas es Juan Rodríguez pero todos lo conocen como Jota. A comienzos de la década de los 90 era un errático estudiante de sociología en la Universidad de Granada cuando conoció a Florent Muñoz y descubrió que ambos compartían demasiados gustos musicales: desde la Velvet Underground hasta Spacemen 3 pasando por Mercury Rev y, quien sabe, Joy Division o Galaxie 500. De la asociación de ambos surgió el sonido de la banda, una capa de guitarras distorsionadas sobre melodías de vaga inspiración andalusa. Las letras son su punto más poderoso. Jota usa el lenguaje castellano de un modo que no había conocido hasta ese momento, seleccionando palabras terrenales para expresar emociones de un modo muy directo, algo propio del ethos punk al que pertenecen combinado con una ambición poética de mayor sofisticación. Los personajes de Los Planetas suelen tener el corazón roto, lo expresan de manera descarnada y se dejan llevar por el sinsentido de los días hasta que el recuerdo de la mujer perdida se aparece casi de manera espectral. “Por las mañanas pongo siempre el mismo disco y, aunque todo lo que dice es la verdad, lo primero en lo que pienso cada vez que me despierto es cómo no me había dado cuenta ya”, dice Jota en Devuélveme La Pasta conectando su wifi con el del oyente de manera automática.
Una de las primeras cosas que llama la atención del advenedizo es la mezcla de la voz, muy baja entre el sonido. La explicación es fatalmente sencilla: Jota era demasiado tímido al comienzo de su carrera y prefería mantenerse en el mismo plano que la distorsión y no ser algo así como una “estrella de rock”, esa caricatura a la que todo hombre teme. Ese rasgo de personalidad se transformó en un gesto de estilo y permaneció casi como una primera prueba de fe para quien comienza a escucharlos. Acceder a la poesía de Los Planetas requiere un esfuerzo y, aunque la recompensa es enorme, esa propuesta casi críptica explica que la banda sea una suerte de secreto compartido entre miembros de un secta del fénix musical que se van encontrando con los años para volver una y otra vez sobre sus canciones siempre luminosas.
Corrientes Circulares en el Tiempo
El 27 de junio de 2008, cuatro años después de aquel descubrimiento, Los Planetas tocaron por primera vez en Argentina en el flamante festival Ciudad Emergente. En el pico de nuestro fanatismo, la noticia fue una especie de regalo cósmico y comenzamos la vasta odisea de viajar hasta Buenos Aires sin un vehículo, entregados a la deriva del transporte público en un país del tercer mundo.
Por entonces, junto a mi hermano Diego y los hermanos Nicolás y Bruno Poggi habíamos creado una agrupación musical llamada Indiana, claramente influenciada por Los Planetas. Nunca tuvimos la ambición de ser profesionales pero disfrutábamos mucho componiendo canciones y editando discos. Sin darnos cuenta formábamos parte de una camada de bandas que escuchaba la misma música que nosotros y, aunque nunca formamos parte de ningún ambiente o grupo de amigos, sabíamos que aquello existía con una mezcla de estupor y espíritu competitivo. Por supuesto, la más conocida de todas estas bandas es El Mató a Un Policía Motorizado, a quienes encontramos en el recital y que habían tocado el día anterior. Tras intercambiar discos y algunas otras cosas, Los Planetas llevaron a El Mató a tocar en el Primavera Sound y su música se abrió paso en la audiencia española.
El recital tuvo lugar en el Centro Cultural Recoleta. La noche estaba espléndida. No conocíamos a nadie a quien le gustara la banda así que mirábamos alrededor para detectar los rostros y los gestos de las personas que nos rodeaban. Por supuesto, la mitad de la gente estaba ahí por la misma razón por la que los insectos van hacia la luz en las noches del campo, pero había unos jóvenes barbados de aspecto melancólico que acaso fueran un espejo nuestro y que identificamos como potenciales fanáticos. Los Planetas presentaban La Leyenda del Espacio, un disco espantoso. Sabíamos que el recital iba a estar lleno de esas canciones “atmosféricas” de 15 minutos de duración sobre las que Jota gime melodías inteligibles. El corazón de la obra planetaria va desde su debut, Súper 8, hasta Contra La Ley de la Gravedad. Todo lo que editaron después parecen anexos innecesarios a esa década de inspiración que todo artista tiene y que luego tiende a transformarse en una deshonrosa “vigencia” o en simple crepúsculo creativo. Hay excepciones, claro. No vale la pena mencionarlas.
Recuerdo muy poco del recital excepto el momento sensacional en el que me emocioné escuchando Corrientes Circulares en el Tiempo. Con el tiempo me convencí de que es la canción más hermosa de la banda, tanto por la delicadeza de su instrumentación (que la mantiene elevada a varios centímetros de la tierra) como por su maravillosa letra. “Una vez, si mal no recuerdo, me tenías en la punta de los dedos” es una flecha directa a eso que hemos decidido llamar corazón. Estar enamorado es convertir a una persona en el centro del universo entero; esa ilusión tan humana está expresada con una habilidad poética poderosa. “Asustado, sintiéndome enfermo, como una temporada en el infierno. Intentando ver una salida, encontrando más problemas todavía”. Un detalle que debo expresar con algo de pudor: por entonces había conocido a una chica que luego sería mi novia por más de 6 años y descubrí el poder inmenso del amor. Es probable que este inciso biográfico pueda justificar la emoción durante el recital aunque la canción es tan poderosa que quizás no sea necesario. Mi hermano y Gaston, junto a mi, estaban sintiendo lo mismo.
Un Buen Día
El 21 de noviembre de 2014, Los Planetas y El Mató tocaron en LP Music, a sólo dos cuadras de mi casa en La Plata. El hecho me asombró no bien me enteré. Pensé en Goethe, que definió al atardecer como el momento en el que “las cosas lejanas se acercan”. Yo estaba atravesando una suerte de crepúsculo personal: mi relación con la chica en cuestión estaba agonizando, comenzaba a alejarme a la ciudad por su súbito fanatismo por el kirchnerismo y necesitaba escapar hacia algún lugar en el que lo político permitiera alguna libertad. Puedo jurarlo: es socialmente agotador comer periódicamente asados con chavistas. Por supuesto, llegué a esta serie sentencias porque comenzaba a relacionarme amistosamente con aquel extraño en el espejo.
Fui al recital con Gastón y Martin. Supe entonces que aquella noche era una suerte de clausura de mi vida mientras saludaba con efusividad variable al elenco de personas más o menos desconocidas a quienes crucé en bares o recitales durante años. El hecho mismo de que Santiago cerrara el recital con Un Buen Día, cantando junto a Jota, era una escena de final de película, emocionante y luminoso. La canción en cuestión se ha hecho conocida por una línea puntual (“he estado con Erik hasta las seis y nos hemos metido cuatro millones de rayas”) pero es en verdad una obra maravillosa que congela la belleza que nos rodea en la rutina de los días. “Ha entrado el sol por la ventana y han brillado en el aire algunas motas de polvo” canta Jota mientras lee un cómic de Spiderman, hojea el Marca y piensa eventualmente en la mujer perdida.
Con el último acorde sentí los títulos cayendo sobre el escenario con esa sensación agridulce que dejan las películas de Steve Martin y John Candy.
Deberes y Privilegios
En octubre de 2018 hice un largo viaje por España junto a mi novia, Micaela. Por entonces me había mudado a Buenos Aires y hasta la fecha vivo junto a ella en un departamento del barrio de Barracas. Me entregué al fervor turístico de toda mi generación y alquilé un auto para recorrer el país de norte a sur, desde la elegancia nórdica del País Vasco hasta el colorido árabe de Andalucía. Preferí Madrid sobre Barcelona, caminé por la duplicación baudrillardiana de las Cuevas de Altamira, me tomé una sopa en la plaza de Segovia durante la multitudinaria celebración de San Nicolás de Frutos y recorrí junto a la sombra de Orson Welles las murallas de Ávila. La región andaluza es un viaje por los origines de occidente, su carácter antiguo y elemental se impone sobre el avance de las ciudades. Por supuesto, en cuanto nos acercamos a Granada pensé en Los Planetas. A decir verdad, ya no los escucho tanto. La música de guitarras ha ido desapareciendo de mis preferencias para darle lugar a Frank Ocean, Kendrick Lamar o Mac Miller. También es probable que Los Planetas ya no me hablen a mi sino al que era y que su intensidad emocional sea demasiado para alguien que prefiere las mañanas por sobre la noche. Lo cierto es que durante los viajes en ruta, mientras veíamos los acantilados de Ronda, pusimos Contra La Ley de La Gravedad una y otra vez.
Deberes y Privilegios es una de sus canciones más increíbles. No está del todo claro pero Jota pareciera hablar sobre alguien que se resiste a seguir el camino convencional que le propone la vida, el “camino de baldosas amarillas” que sigue Dorothy para llegar a Oz. “De modo que esto iba por mí, espléndidos caminos, telarañas misteriosas, brillos asesinos. Me niego a seguir vestido de amarillo, del color de las baldosas que hay en el camino. Deberes por igual que privilegios, como si no fuera lo mismo”. Algo en la melodía y en el sentido que subyace a las palabras me hace pensar que se trata de una rebeldía resignada, como si la idea de ser “adulto” no fuera del todo desagradable para el narrador. La canción, de nuevo, hablaba un poco sobre mi y el momento en el que estaba.
Ya en Granada, entre las atracciones obligadas, pasé por la puerta del bar de Erik pero quise entrar. No era gran cosa, de todos modos. Un domingo por la mañana fuimos al Museo de la Memoria de Andalucía, un edificio hermoso construido por Alberto Campos Baeza. La exhibición era escolar: la prehistoria, los romanos, los godos, los árabes, la reconquista católica, todo se presentaba en líneas de tiempo sobre la pared y pobres escenificaciones a un lado.
Atravesé el salón de Al-Andalus y me encontré a Jota. Deambulaba por la exposición junto a su esposa y su hijita. Quedé congelado. Dio unos pasos e ingresó al salón infantil, donde la historia de la humanidad se experimenta con pelotas de plástico de color. Aturdido no por ver a una celebridad sino por la maravillosa escena que me había regalado la vida, continué el recorrido y lo crucé varias veces más, los dos adultos paseando por la historia de la humanidad sintetizada en cartulinas blancas. Jamás le hablé o le pedí una foto, hubiera interrumpido su intimidad familiar que en aquel momento se me hizo sagrada. Lo vi salir por las escalinatas hacia el exterior hasta que desapareció en una explanada. Las vacaciones terminaron. Volví a Buenos Aires, a la apacible rutina de trabajar en una oficina del centro . Los Planetas sacaron varios discos más pero todavía no pude escucharlos. Deberes y Privilegios.